Amorina se enloquece. No puede pasar un día sin que haya
conseguido arrebatarle una mirada a cierta cantidad de hombres. Es como magia.
Ella pasa, pero sin detenerse, al ritmo jazz de su caminar, y en exactamente
dos segundos, (el tiempo máximo que se toma para echar una de sus miradas que
te abren al medio), se roba los ojos de cualquier hombre que ella elija.
Cualquiera, hablo en serio. Y si, claro. Claro que ella los elije. Ella sabe
muy bien qué tipo de miradas coleccionar, y cuáles son las normas. No más de
cincuenta años, y no menos de doce. Ojos grandes, medianos, pequeños. Oscuros y
claros. Miradas que bajan o que la miran a la misma altura. Casados, solteros,
con mano entrelazada o celular pegado a la oreja. A Amorina sinceramente no le
importa. Sus ojos, los de ella, son como dos cuchillos. Si la mirás, no te
queda otra opción que morir al instante y el único modo de salvarte es seguir
mirándola incluso hasta que se aleja y desaparece, para revivir y darte cuenta
de que tu muerte solo fue eso, la ilusión de un instante glorioso. Porque,
claro está, todos queremos saber que se siente estar en el cielo y en el
infierno. Bueno, los ojos de Amorina son ambos a la vez.
Ella adora los inconvenientes. O será que no le quedó más
opción que acostumbrarse a ellos, que se le pegan como imanes. Si fuera una
heladera, sería igual que la de su abuela, que es de esas heladeras típicas que
ya ni se les ve el color de tantos imanes que tienen, todos juntos uno al lado
del otro. Esa es la cuestión. Así como hoy a la tarde cuando compró un paquete
de cigarros y no tenía encendedor. O intentó subir al colectivo y una mujer
gorda se quejó de que no había hecho la fila, y tuvo que soportar las más de
cuarenta personas subiendo al colectivo, mirándola con desprecio por intentar
colarse.
Lo que esas más de cuarenta personas no se imaginaron ni de
casualidad, es que ella ni siquiera se dio cuenta. Su cabeza está siempre allá
lejos, como un barrilete cósmico que se le escapó de las manos a la nena que
supo ser. Entonces sube al colectivo después de esperar y aguantarse las
cosquillas asquerosas de vergüenza, para enfrentar la cara de simpático
(irónicamente) del chofer, y el sonido maldito de la máquina indicando que no
tiene más carga en la tarjeta Sube.
-¿Te dejo acá? –le dice el chofer con cara de molestia
estomacal.
El colectivo ya había arrancado y estaba a media cuadra.
-Dejame acá –le contestó ella, después de intentar sin
sentido pasar la una vez más, con la esperanza de que por alguna celestial
razón hiciera el ruidito con luz verde que le permitiera ahorrarse al menos
este inconveniente. Pero no.
-Permiso –le dijo a un pibe de camisa y portafolio que le
obstruía la puerta delantera del bondi.
-Pasá, dale, yo te pago. -Le dijo el pibe, y no se movió
nada. -¡Cobrame el de la chica también! –le dijo al chofer enseguida.
Amorina se inhibió por completo, y no le dijo ni gracias
(cosa de la que más tarde se da cuenta y se siente ligeramente molesta) y se
sentó en el primer asiento que vio libre. Casualmente era de esos que vas de
espaldas al camino que recorre el colectivo, que a ella tanto le gustan. Dice
que parece que la vida se estuviera rebobinando como una película de cassette.
No lo sé, sinceramente para mí, nada que ver.
Su acompañante en el corto viaje (que luego no resultará ser
tan corto como ella cree) es una señora cuarentona que charla incansablemente
con el señor del asiento de enfrente que, según evidencias, parece ser el
marido. Palabras así como el Pami, los chicos, la pileta y las siete de la
mañana le revolotean a Amorina alrededor de los oídos mientras intenta leer la Rolling Stone del
mes pasado que tanto luchó por conseguir y lo logró a pesar de que los
canillitas la miraran con cara rara cuando pedía ‘la del mes anterior’, y
agotada la venta de la misma por la casual nota y reseña fotográfica de la
banda del momento, (nota que a ella no le interesaba en lo más mínimo) le
decían que no estaba disponible. Pero ella ahora la llevaba enrollada en su
cartera de acá para allá como si fuera un trofeo, porque, también casualmente,
era el último ejemplar de todos. La vio a lo lejos colgada con broches en un
puesto de diarios escondido cerca de las vías del tren. Cuando el canillita que
la atendió le preguntó que necesitaba, ella le señaló con el dedo la tan
deseada revista y le dijo:
-Eso que está ahí.
Ahora una nota intrigante titulada EY CABRÓN, WHERE ARE YOU
FROM?, (la cual le hizo resonar en la cabeza la canción de La Mancha de Rolando durante
el resto del día), le llenaba de preguntas los sesos. Pero dejó la lectura por
la mitad, porque cuando levantó la vista y miró por la ventanilla, se dio
cuenta de que estaba en la loma del orto.
A la vuelta.
Otra vez, segunda vez en tres días que se equivocaba con el
242. Se paró en seguida y en el transcurso bamboleante de llegar al timbre, se
cruzó con la mirada del de camisa y portafolio que le pagó el colectivo. Cara
de pibe, ojos de adulto, encorvado en su asiento, gesto de enojo con el jefe y
de me espera mi mujer al mismo tiempo. Amorina tuerce la boca de pena y sigue
su bamboleo hasta tocar un timbrazo que el chofer seguramente escuchó bien. Se
baja. Don Bosco y Vèlez Sársfield. La puta madre.
Retrocedió varias cuadras costeando la Don Bosco hasta que paró
en un kiosco a pedir fuego para un cigarrillo. La mujer que le abrió la
ventanilla y le pasó el encendedor, tenía miedo. Amorina no supo darse cuenta
de qué. La mujer, tampoco.
Continuó su retroceso hasta ver el cartelito de French del
otro lado, y cruzó. Siguió por ahí unas veinte cuadras más hasta la esquina de
Julián Pérez. Entró a su departamento masticando un bombón que compró dos o
tres cuadras antes. Si había una debilidad en ella, no eran los hombres, ni la
moda, ni los zapatos de plataforma. Era simplemente eso, chocolate y
cigarrillos. Una vez a salvo de los inconvenientes, tira el bolso, se saca los
zapatos, se enfunda los pies con sus medias a lunares, y desenfunda la
guitarra. Abre el engendro mitad puerta, mitad ventana que da al diminuto
balcón donde apenas entra sentada cruzando las piernas, y sale.
O entra.
Entra en su mundo de canciones, cielo estrellado y espionaje
vecinal nocturno. Siempre espera que pase alguien, y se quede escuchándola
cantar; pero sabe que eso no va a ocurrir, justamente porque ella lo espera, y
ahí es cuando desea jamás haberlo esperado, porque a fin de cuentas lo que uno
espera es justamente lo que nunca o casi nunca va a suceder; por ese simple
hecho de adelantarnos a la suerte, ésta se venga, decepcionándote con esa
diferencia abismal que hay entre nuestras expectativas y la realidad.
En fin. Su mini show acústico de balcón termina, mientras un
chico de rastas en moto se detiene en la puerta de los vecinos de enfrente y
entrega la respectiva pizza. Amorina desea comer. Sabe que no hay nada en su
heladera más que tres cervezas, chocolatada Cindor y zanahorias. Desea haber
robado la mirada del repartidor con rastas. Sabe que ya se fue, que ni siquiera
la registró, y que eso no va a ocurrir. Desea fumar. Prende un cigarro más, con
la guitarra encima y los pies a lunares sobresaliendo entre las rejas del
balcón. Sabe que había prometido dejar de fumar. Y en su ping-pong de deseos y
certezas, aparece El Chino, que no es ni un deseo ni una certeza, porque está
parado ahí abajo hace media hora esperando que Amorina volviera a agarrar la
guitarra, porque llegó justo para la última canción del show.
El Chino se dejó ver porque se cansó de esperar, vio el
humito del cigarro y supo que ya estaba de canciones por esta noche. Miró para
arriba y dijo:
-¡Ey!
Amorina lo escuchó bien claro. Se sacó la guitarra de
encima, la apoyó en la baranda y se asomó:
-¿Qué hacé guachín?
–le dijo, imitando el lenguaje barrial.
Los dos se rieron.
-¿No pensás bajar a abrirme? –le dijo él arqueando las
cejas, y Amorina desapareció del balcón con guitarra y todo, para reaparecer
dos o tres segundos después abajo, detrás de la puerta, con el cigarro en una
mano y acomodándose el pelo con la otra. En vano, porque su pelo es un natural
desastre inminente de ondas pelirrojas.
El Chino en realidad no es chino. Le dicen así por sus ojos
chiquititos de color marrón oscuro, y por la forma en que se le achican todavía
más cuando… estem, bueno. No viene al caso.
Pero de chino no tiene nada. Su verdadero nombre es común, y
se esconde hace años tras el mismo apodo y su metro setenta y monedas de puro
rock and roll. Si vos lo vieras caminar por la calle y fueras hombre, lo
evitarías remordiéndote de envidia. Si fueras mujer, no te quedaría otra que
seguirlo y averiguar su dirección o su teléfono o lo que sea que te fuera
posible. Es que, si los ojos de Amorina son el cielo y el infierno al mismo
tiempo, la sonrisa del Chino es el limbo: te deja idiota, parado en el medio de
los dos. Para siempre.
Sentados en el sillón, mientras ella le cuenta que ayer se
electrocutó con la plancha y casi se desmaya, El Chino piensa en partirle la
boca de un beso; y mientras enfrente la vecina piensa y le dice a su marido que
la pizza esta asquerosa, yo por mi parte pienso que Amorina no tendría objeción
alguna al pensamiento del Chino.
Afuera, un perro ladra. La noche se hace más noche, y las
tres cervezas que estaban en la heladera, ahora están vacías sobre la mesa
ratona. Amorina está desparramada en la cama, y si no fuera por el conjunto de
ausencias, miedos, cobardías y orgullos, El Chino estaría en el mismo lugar.
Pero no. El esta vez, como todas, otra vez, se desparramó solo en el sillón.
· · ·
Es de noche. Tarde, y muy tarde. Amorina sentada en un
rincón de un bar, cruza las piernas y muerde el limón de su Gin Tonic. Se relame al ácido de los labios, haciendo
desaparecer junto con restos de rouge, los últimos rastros de sus besos. Toma
un trago. Piensa en él. Mis nochecitas de
rock and roll, no son lo mismo si no estás vos. Desde la otra punta, un
flaco la mira, y se relame igual que ella, pero en su mente. Sin querer, cruzan
miradas. Amorina está tan colgada, que no se da cuenta de la magnitud de la
situación sino hasta que el pibe se para y se acerca, creyéndose correspondido,
y es entonces cuando ella corre la vista, y piensa que ya es demasiado tarde
para zafar: no le interesa. Se descruza de piernas, se para, y antes de que el
flaco pueda llegar a sentarse a su lado, ella huye rozándole un hombro,
dejándolo parado en el medio de la multitud con el chamuyo en la boca y la
dignidad en el piso.
La música fuerte de los Guns and Roses resuena en toda su
cabeza mientras se mueve a un detenido compás, quizás descoordinado, quizás no,
con su Gin Tonic en la mano y lo que queda de su mente lúcida cantando la
canción por lo bajo. El Chino ya no está y es por su culpa. Toma otro trago,
esta vez más largo, el último. El vaso se le resbala de las manos como si se
tratara de jabón.
No me queda nada más,
piensa. Nada más que Rock and Roll.
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